Nunca había habido en Roma un papa tan bien parecido. El clero, el pueblo y la nobleza convinieron a la primera en que no había, entre todos los candidatos posibles a ocupar la silla de Pedro, ninguno como aquel diácono de rasgos de ángel, ojos encendidos y chispeantes, y rostro de piel suave y lampiña. No hacía mucho tiempo que vivía en Roma y, sin embargo, no cesaban de hablar de su sabiduría y de su virtud.
Juan, llamado el «angelical», había nacido no lejos de Maguncia, en Ingelheim, de padres anglo-sajones. Tras haber agotado cuanto le podían enseñar los más doctos profesores de su tierra, marchó a Atenas para conocer y familiarizarse con las viejas escuelas filosóficas. Desde allí, lo enviaron a Roma. Cuando falleció el papa, nadie parecía más apropiado que él para sucederle. Y, elegido por unanimidad, gobernó la Iglesia, como Juan Vlll, dos años, en medio de una general satisfacción. Verdaderamente, todo el mundo le quería. ¡Y qué trabajador era! No llegó a divulgarse pero parece cierto que llamaba todas las tardes a su principal colaborador y le retenía en sus habitaciones hasta altas horas de la noche. Y tan laboriosas veladas, lejos de alterar la salud del joven papa, le hacían aparecer cada mañana más jovial que nunca; en lugar de adelgazar daba la sensación de que engordaba poco a poco.
Un día, en el curso de una procesión, cuando el cortejo atravesaba por un callejón estrecho, Juan el «angelical» comenzó a palidecer; sentía que se desmayaba sin remedio; desplomado y con los ojos en blanco, el papa se moría. De repente, de debajo de las sagradas vestiduras, salió un tremendo vagido: ¡el papa acababa de dar a luz!
Así fue la leyenda de la papisa Juana, difundida por todas partes a mediados del siglo XIII y recogida en particular por las crónicas del dominico polaco Martín de Troppau (t 1278). Hasta el siglo xvi se creyó tan a pie juntillas, que, desde el año 1400, el busto de la papisa Juana figuraba muy oficialmente en la galería de los papas que se extiende a lo largo de los muros de la catedral de Siena. Durante doscientos años pudo leerse bajo su efigie: «Juan Vlll, una mujer de origen inglés».
El cardenal Baronio influyó en Clemente Vlll para que retirara dicha inscripción. Unos escultores se encargaron al mismo tiempo de rebajar el pecho de la papisa hasta conseguir las dimensiones menos rechonchas de un honrado sucesor de Pedro.
La leyenda, en cambio, resistió más que el mármol, y volvió a aparecer en pleno siglo xx en polémicas de baja estofa, creyendo que con tales infundios asestarían un golpe de gracia al papado...
Ahora bien, si se examina el hecho con atención -con ojos críticos de historiador- puede advertirse que era muy otro el objetivo perseguido con esta leyenda, mucho menos inofensiva de lo que pueda parecer, pese a sus ropajes imaginativos. En realidad venía a ser el eco deformado de una triste realidad: la influencia que, en el siglo x, ejercieron tres mujeres -Teodora la Mayor; y sus dos hijas, Teodora la Joven y Marozia- en el gobierno de la Iglesia. La primera hizo elegir a Sergio III, y luego a Juan X, del que había sido amante. Marozia mandó encerrar a Juan X en el castillo de Santángelo y conspiró para que fuera papa su propio hijo, Juan XI, antes de ser encarcelada con él.
Pero más curioso todavía que el trasfondo de la leyenda es lo que se refiere a su aspecto formal, basado en dos datos muy concretos: uno de ellos, principal, es que las procesiones papales evitaban siempre pasar por una cierta calleja de Roma; con toda seguridad porque era excesivamente estrecha, pero acaso también porque en una hornacina excavada en el muro de un viejo caserón había una estatuilla de un niño, con una inscripción ilegible interpretada por el pueblo del modo siguiente: «Aquí una papisa dio a luz un niño».
El otro dato consistía en que, al ser consagrado, se sentaba el papa tradicionalmente sobre un trono de pórfido, pétreo. Era un trono muy antiguo en el que el tiempo había ido dejando las huellas de su paso y, en particular, había desprendido un trozo considerable del asiento. La imaginación popular, siempre propensa a explicar las cosas del modo más atrevido y malicioso, encontró la explicación del boquete abierto en aquella extraña silla: el agujero permitiría a los prelados que consagraban a los pontífices hacer una comprobación real de la masculinidad del candidato, asegurándose así que no se repitiera el caso sorprendente de la papisa Juana, el «angelical» Juan VIII.
Un libro sobre los papas no podía silenciar esta leyenda, el cómo y el porqué de tan famosa y demencial patraña. Lo que deja ya el paso franco para volver a coger el hilo de la historia verdadera y conocer al único sucesor auténtico de León IV: Benedicto III.
miércoles, noviembre 03, 2004
LA PAPISA JUANA (855-857)
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2 comentarios:
Tu sabes que el Padre de la Mentira es EL DIABLO.
ENTONCES TU ERES UN IDOLATRA, por seguir el camino de la mentira.
Todo lo aseguras como si tu lo hubieras vivido, que tristeza das.
PSEUDO-CRISTIANO
Seguidores de pastores que se enriquecen a costa de ustedes, con esos DIEZMOS que supuestamente son para DIOS y que los utilizan para comprarse casa, carros, buenas ropas, etc, etc.
pero que no ayudan a su congregacion, y nunca los hacen ser IGLESIA ACTIVA, SINO TODO LO CONTRARIO, PASIVA, es decir, que no tienen ni voz ni voto y hacen TODO ABSOLUITAMENTE TODO LO QUE LES METEN EN ESA CABEZA SIN CEREBRO.
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